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El amparo frente al poder: una línea que no debió cruzarse. |
En México, el juicio de amparo ha sido durante más de siglo y medio la frontera última entre el poder y la persona. Nació como una creación liberal, inspirada en la convicción de que ningún acto de autoridad podía colocarse por encima de la Constitución ni del derecho fundamental de todo ciudadano a ser protegido contra el abuso. Su espíritu ha sido siempre el mismo: equilibrar la fuerza del Estado con la dignidad del individuo. Por eso, cualquier intento de debilitarlo no es una simple reforma técnica, sino un retroceso en la historia misma de nuestras libertades.
Las reformas recientes a la Ley de Amparo, impulsadas por la mayoría oficialista, parecen ignorar esa tradición. Bajo el argumento de “ordenar” el sistema judicial o de evitar la “dilación” de los procesos, se ha emprendido una operación política más profunda: reducir el alcance del amparo, restringir su acceso y volverlo un instrumento menos incómodo para el poder. El resultado previsible será un país con menos controles, menos garantías y, en consecuencia, más abusos.
El nuevo diseño normativo introduce una serie de obstáculos que rompen con la esencia del amparo. Exigir una “lesión actual y diferenciada” de los derechos de quien promueve el juicio —en lugar de admitir la inminencia o la amenaza de una violación al interés colectivo— significa cerrar la puerta a las comunidades o grupos vulnerables que no pueden esperar a que el daño sea consumado. En un país en el que la inequidad se traduce también en desigualdad jurídica, condicionar el acceso a la justicia equivale a reservarla para quienes tienen recursos para litigar.
Más grave aún es la redefinición del “interés público”. El texto reformado lo identifica con la conveniencia del Estado y no con el bienestar social. Esa simple alteración semántica subvierte el sentido del derecho: convierte al ciudadano en objeto y no en sujeto de la justicia. La autoridad pasa a ser el centro de protección, y el amparo —creado precisamente para contenerla— se transforma en su escudo.
Esta reforma tampoco puede entenderse de manera aislada. Forma parte de una secuencia de acciones orientadas a concentrar poder en el Ejecutivo y a debilitar el contrapeso judicial: la elección de ministros por voto popular, la reducción de la autonomía de los jueces, la eliminación de la suspensión general de leyes inconstitucionales… todo responde a una lógica común: la subordinación de la justicia al proyecto político de turno. Lo que está en juego no es una disputa partidista, sino el modelo constitucional de la República.
El efecto más tangible de estas medidas será el empobrecimiento del acceso a la justicia. Las personas más necesitadas —madres buscadoras, enfermos sin medicamentos, comunidades afectadas por megaproyectos, mujeres forzadas a abortar— dependerán de abogados costosos y trámites interminables para obtener un amparo que, en muchos casos, llegará demasiado tarde. El juicio que alguna vez simbolizó la protección inmediata del débil frente al fuerte se volverá un procedimiento remoto, inaccesible y lento: justo lo contrario de lo que sus creadores imaginaron.
No se trata de idealizar el pasado. El sistema de justicia mexicano requiere modernización, eficiencia y una revisión de su propio formalismo. Pero ninguna de esas metas justifica desmantelar su núcleo ético. El amparo no necesita ser domesticado por el poder; necesita ser fortalecido frente a él. Su función no es la de complacer al gobierno, sino la de incomodarlo cada vez que la autoridad se aparta del derecho.
Si el país permite que el juicio de amparo se degrade, perderá no sólo un instrumento procesal, sino una conquista civilizatoria. Porque el amparo no es un privilegio de juristas: es el grito institucional del ciudadano ante el abuso. Y cuando ese grito se silencia, el autoritarismo deja de ser una amenaza y se convierte en un hecho.

