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Teuchitlán: Fuenteovejuna fue |
Mientras discutimos si la calificación que de “terroristas” hace el gobierno de los Estados Unidos respecto de los cárteles delictivos se ajusta o no al orden jurídico internacional, los delitos de lesa humanidad vinculados al crimen organizado siguen dejando huellas imborrables de terror. Además de los asesinatos de jóvenes en una parroquia de la diócesis de Irapuato, uno de los casos más estremecedores ha salido a la luz en el rancho Izaguirre de Teuchitlán, Jalisco, sitial en el que se descubrió un campo de entrenamiento y de exterminio a escasos 60 kilómetros de la capital del estado, Guadalajara, lo que es tanto como decir que se halló en las inmediaciones de una de las ciudades más importantes del país.
Lo que alguna vez parece haber funcionado como un centro de reclutamiento y adiestramiento criminal a escala profesional ha revelado, gracias al trabajo de la sociedad civil y del periodismo independiente, una realidad aún más aterradora: un escenario de horror que expone la absoluta ineficacia estructural de las Fiscalías que detentan, de unos años para acá, el ejercicio “autónomo” de una labor importantísima: la del Ministerio público.
Ante la inacción, incomprensión y silencio de Fiscalías y Gobiernos, las Madres, que son ahora legión y arrastran familias enteras, se dan a la macabra tarea de reconocer prendas y zapatos que pudieran haber pertenecido a sus niñas y niños, que eso son las víctimas que, apenas traspasada la primera juventud, se ilusionan con un trabajo “en el campo” que al final se troca, según testimonios e indicios que se cuentan por centenas, en un holocausto: un sacrificio que resuena, atroz y rulfianamente, en el subsuelo de las libertades de México.
La pregunta pertinente no es si esto nos recuerda o no a Auschwitz o a Buchenwald, al Khmer rouge o a las tácticas de la narcoguerrilla colombiana que, en darwiniana estrategia, ponía a competir por sus vidas a los muchachos que reclutaba, sacrificando a los más débiles e inhábiles. La pregunta no es ni siquiera qué es lo que le están haciendo a nuestros hijos, a nuestros estudiantes, a nuestro futuro, en los márgenes de la horripilante Zona de interés (que, además, parece tener réplicas en Tamaulipas, Coahuila y otras tantas tierras de lo que cada vez se parece menos a nuestra añorada República). La pregunta pertinente es si el paso de las décadas nos recordará como generaciones poseedoras de mujeres y hombres suficientes para colmar con sauces, álamos y pirules un Paseo de las Personas Justas como el que recuerda en el Museo Yad Vashem que nada está totalmente perdido si queda alguien dispuesto a defender la vida del otro, del nos-otros, si queda alguien dispuesto a luchar contra la calumnia que arrostran ahora, en medio de todo su dolor, las madres que buscan.
Y un Paseo con miles de hombres y mujeres justas que no se presten a reformas falseadas y que sostengan, en alta y clara voz, que la eterna inculpación de Fuenteovejuna no sirve más. En efecto, ya no se trata de culpar a jueces supremos o a policías municipales, a gobiernos estatales o a administraciones federales pretéritas. Se trata, hoy, de discutir a fondo (y de exigir en consecuencia) el modelo de procuración de Justicia que haga, por fin, eficaz y eficiente la labor del más vital de nuestros Ministerios.