El absolutismo ha sido y seguirá siendo el enemigo a vencer, después de la tiranía que representaron los reyes y monarcas en la Antigüedad, considerados de naturaleza divina, a menudo líderes religiosos o militares, cuya potestad no conocía límites ni oposición. Es-tos soberanos podían decidir sobre la vida o la muerte de una persona sin que nadie pudiera apelar tal decisión, no sin correr el riesgo de sufrir en carne propia la ira del monarca.
Sin duda, uno de los aportes más importantes para la historia política de todos los tiempos, provenientes de John Locke y Charles Louis de Secondat (Montesquieu), fue la di-visión de poderes. Este último, en la búsqueda de un equilibrio en el ejercicio del poder, logró establecer la separación entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, asignando a cada uno una potestad diferencia-da, pero no excluyente.
No obstante, ya Platón (424-347 a. C.), en su obra Las Leyes, había sugerido el principio de equilibrio como medio adecuado para conformar un Estado sometido al derecho y no a la voluntad de una sola persona. Con ello sentó las bases de lo que posteriormente se consolidaría como Esta-do de Derecho y división de poderes. Sin embargo, para este célebre filósofo la mejor forma de gobierno seguía siendo la monarquía, pues consideraba que existía una estratificación natural en la sociedad.
Si bien para Platón había un orden natural que justificaba que el poder permaneciera en manos de un grupo reducido de hombres elegidos “natural-mente” según sus aptitudes, lo cierto es que dicha aptitud debía necesariamente complementarse con la educación. Convencido de que la virtud es cono-cimiento, destacó este elemento como esencial para que un hombre fuera bueno, virtuoso y, en consecuencia, buen gobernante. Para él, la polis solo tendría futuro si era gobernada por quienes poseen conocimiento y lo cultivan mediante la educación; de lo contrario, no habría esperanza.
De ahí su propuesta de que la polis fuese gobernada por un filósofo-rey, en quien se concentrarían la virtud y la sabiduría del filósofo con la autoridad del rey. Este monarca ilustrado no requeriría de leyes, pues su virtud y conocimiento lo facultarían para decidir lo que fuera más conveniente para el Estado, siempre procurando el bien común.
Sin embargo, la educación estaba reservada a un grupo privilegiado, lo que generaba una marcada desigual-dad entre los considerados sabios (gobernantes) y los ignorantes (gobernados). Con el tiempo, el propio Platón matizaría esta visión en Las Leyes, donde propuso un gobierno mixto, reconociendo la falibilidad de las decisiones del filósofo-rey.
Este gobierno mixto buscaba com-binar los principios de la monarquía (filósofo-rey) con los de la democracia, para lograr un equilibrio en la sociedad. Reconocía que en un Estado real no podía dejarse de lado la participación popular, aunque ello implicara el riesgo de caer en la tiranía.
Pese a ello, Platón mostró una marcada aversión hacia la democracia, a la que criticó como un gobierno de masas ignorantes, carente de virtud y dominado por el egoísmo de políticos y partidos, lo que derivaba en deslealtad, corrupción, injusticia y, finalmente, en la ruina del Estado. En esta forma de gobierno identificó la constante lucha entre ricos y pobres: los primeros defendiendo sus propiedades y los segundos viviendo a costa del erario público.
En este contexto, Maurizio Fioravanti sitúa el origen de la Constitución “violenta” descrita por Platón: una Constitución democrática, llamada “de los vencedores”, principalmente de los pobres, condenada a la decadencia, pues tras conquistar el poder exterminaron a parte de sus adversarios —la minoría rica y acomodada—, desterraron a otros y distribuyeron las magistraturas entre los demás.
Para Platón, una “buena Constitución” no podía surgir de la violencia ni de la imposición de un solo grupo, sino de un origen plural y compositivo. No debía fundarse en la victoria de una sola tendencia política, sino en la progresiva formación de un equilibrio entre diversas fuerzas y corrientes.
Así, una Constitución mixta representaba la respuesta a la crisis y la vía hacia la seguridad, unidad y estabilidad. Tal aspiración se reflejaría más tarde en la división de potestades, que anteriormente estaban concentradas exclusivamente en el monarca, lo que facilitaba arbitrariedades e injusticias.
Retomando a Montesquieu, la división de poderes garantizaba un equilibrio, armonía y control recíproco. El Ejecutivo (monarca) debía aplicar las leyes y administrar los re-cursos; el Legislativo (Parlamento) debía crearlas; y el Judicial (jueces), velar por su cumplimiento.
El Ejecutivo obtenía su legitimidad en la virtud, el Legislativo era elegido democráticamente y se dividía en cámara alta y cámara baja —la primera reservada a la burguesía—, mientras que el Judicial era designado por el Ejecutivo.
Todo lo anterior constituye parte de los cimientos de nuestra sociedad democrática, de la Constitución vi-gente y del sistema jurídico que re-presenta, inspirado en Platón en la Antigüedad y desarrollado por Montesquieu en la Ilustración.
En la actualidad, México vivió recientemente la elección de quienes integrarían el Poder Judicial Federal, bajo el argumento de democratizarlo y garantizar el derecho ciudadano a acceder a cargos públicos en condiciones de igualdad. Sin embargo, surgieron cuestionamientos sobre la legitimidad de dichas elecciones, pues gran parte de la ciudadanía carecía de información suficiente respecto de las candidaturas, los cargos y el pro-ceso mismo, lo que llevó a considerar dicho ejercicio como una simulación.
De igual forma, persisten dudas sobre la independencia de los pode-res, dado que, como desde hace siglos, se señala la injerencia del Ejecutivo sobre los otros dos. Esto pone en entredicho la tan anhelada división de poderes y muestra que, en la actualidad, el absolutismo sigue siendo el gran enemigo a vencer.